Poco a poco, las escuelas se van convirtiendo en corruptorios oficiales donde los niños (amén de ser adoctrinados concienzudamente, para asegurar su conversión en jenízaros de la ideología sistémica) son desgraciados antropológicamente, mediante la infiltración de paradigmas que desestructuran su incipiente vida afectiva y su sexualidad. A esto antaño lo llamaban corrupción de menores, pero hogaño lo llaman más finamente formación en igualdad, tolerancia y respeto a la diversidad; palabras muy eufónicas tras las que se oculta un proceso de ingeniería social que deja chiquitos los procesos totalitarios de otras épocas (pues, como señala Huxley, aquéllos se imponían mediante cachiporras y cárceles, mientras que éstos se logran condicionando las conciencias). Y, bajo las coartadas seráficas de la igualdad, la tolerancia y el respeto a la diversidad, se han impartido y se imparten talleres de masturbación y clases en las que se invita a niños apenas púberes a iniciarse -como pide en sus redes sociales un depredador que se dedica a impartirlas- en un sexo «plural, abierto, sin límites» que les permita descubrir que «el sexo entre personas del mismo género se disfruta más porque conocen mejor sus cuerpos»; a la vez que se facilita «salir del armario» a los alumnos, de los cuales -según afirma el mismo tipo- la mitad «son homo, bi o transexuales» que no se reconocen como tales por culpa de «la represión heteropatriarcal». Y esta vandalización espiritual ocurre ante la pasividad de una sociedad hecha añicos, donde el naufragio de la institución familiar está generando un vacío de autoridad que los depredadores se apresuran a llenar. Cualquier política digna de tal nombre debe preocuparse de detener este rampante destrozo antropológico. Pero el llamado «pin» parental es un instrumento por completo ineficaz, egoísta y desesperado; pues, aparte de ser una estrategia llamada al fracaso, perpetúa el mal que dice combatir.
El llamado «pin» parental no es otra cosa, en realidad, sino una forma encubierta de objeción de conciencia. Tal instrumento se planteó en el pasado como un último recurso frente a las leyes inicuas; y como un modo de salvar la conciencia personal (ahondando su aislamiento, en un mundo donde la mayoría de las conciencias eran condicionadas en la dirección contraria) que, sin embargo, se abstenía de emitir juicios éticos objetivos sobre la verdad. Pero la objeción de conciencia (como este sucedáneo del «pin» parental) sólo era eficaz en coyunturas ya superadas, cuando las leyes inicuas todavía titubeaban, avergonzadas, y querían guardar hipócritamente cierta apariencia de justicia. Pero esa etapa ya está superada: la ideología sistémica ya no se avergüenza de su iniquidad; y cuando corrompe a los niños piensa sinceramente que los está educando en igualdad, tolerancia y respeto a la diversidad. Así que no tendrá rebozo en declarar ilegal ese «pin» parental, para poder proteger más fácilmente las conductas inicuas que previamente ha encumbrado como virtuosas.
Pero, además, el «pin» parental es un instrumento que postula la «privatización de la verdad» y que se preocupa tan sólo de salvar de la devastación antropológica a «nuestros» hijos, a los que protegemos de sus corruptores, dejando que los hijos del prójimo (cretinizado, lacayo de la ideología sistémica o perverso redomado) sigan siendo vandalizados espiritualmente. Y esto, amén de una falta de caridad, constituye una egoísta defensa del bien particular. O sea, no es política verdadera, que se funda en la defensa del bien común y de juicios éticos objetivos; sino nauseabunda política liberal, que se funda en el puro relativismo y en el interés personal.
Publicado en ABC.
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